Ayer vi por la TV, como
miles de peruanos, el “debate” entre los candidatos a la presidencia. Y es que
uno espera ver que, sobre temas tan relevantes como el desarrollo económico, la
seguridad, la salud o el ambiente, quienes pretenden dirigir el país tengan
ideas claras y sepan discutir puntos de vista con información y altura. Esto no
sucedió, ni de cerca ni de lejos la noche de ayer.
No sólo porque cada
cual dedicó tiempo valioso a atacar al contrincante, lo que viola una regla central
del debate argumentativo: discutir la calidad del argumento y no la calidad del
argumentador, sino porque ni siquiera los oponentes se dedicaron a debatir en
realidad.
Debatir significa “discutir
un tema con opiniones diferentes” pero los candidatos sólo afirmaban una posición
y luego atacaban al oponente. El oponente pasaba a dirigir otro ataque
devolviendo “una sopa del mismo chocolate” y luego pasaba a cambiar de tema.
De tanto salto de tema
en tema un observador termina mareado, confundido, decepcionado, sin poder
hacer un recuento de lo observado, porque un recuento supone un tema central y
distinciones de enfoque, lo que ninguno ofreció.
Reglas fundamentales de
un debate son: a) ningún hablante puede contradecirse, b) todo hablante sólo
puede afirmar aquello en lo que cree, c) distintos hablantes no pueden usar la
misma expresión con distintos significados. Estas reglas nos remiten a
requisitos de coherencia y consistencia lógica y lingüística. Son el abecé de
cualquier comunicación racional donde prime el principio de no contradicción.
Entre las
reglas de razón en un debate está una esencial: debemos fundamentar lo que
decimos. La regla conlleva exigencias como la igualdad de derechos, la
universalidad y la no coerción. La necesidad de fundar nuestros comentarios y
opiniones está muchas veces ausente en nuestros diálogos y conversaciones. A
ello se suma una creencia (infeliz desde mi perspectiva) más y más extendida
entre nosotros, que confunde el argumento democrático (todos somos iguales ante
la ley) con el argumento relativista (todos opinamos lo que nos parezca sin
obligación de fundamentar, y como todos somos iguales todas las opiniones valen
igual). Aquí hay una falacia, pues si bien todos somos jurídicamente iguales,
tenemos iguales derechos en una sociedad democrática, pero no podemos escapar al
deber de fundamentar nuestras opiniones.
Si los pretendientes a
ocupar la silla presidencial no pueden aplicar reglas básicas del juego como las
anteriores, entonces simplemente no saben debatir. Nadie pudo animarles a
hacerlo, pues los presentadores estaban “pintados en la pared”, limitándose a
controlar el tiempo asignado a cada cual y mantener el “orden” en la sala.
Ya que no tenemos
buenos ejemplos de debate el nuestra política si podremos encontrar algunos
buenos debates jurídicos, pero esos, siguiendo las mismas reglas del debate
racional, son mucho más especializados y normalmente pasan desapercibidos para
el gran público.
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